
El artículo 3, numeral 1 de la Ley No. 340-061 define el principio de eficiencia de las contrataciones públicas estableciendo, entre otras cosas, que la Administración siempre: “…procurará seleccionar la oferta que más convenga a la satisfacción del interés general y el cumplimiento de los fines y cometidos de la administración”. Aunque toda adjudicación deba guiarse por este concepto medular, en razón de las multiplicidades de objetos y finalidades que puede tener la contratación pública, no existen criterios únicos y abstractos sobre la base de los cuales quede configurada la “oferta más conveniente”.
Para algunos autores, como el reputado profesor argentino Juan Carlos Cassagne, esta expresión constituye un caso propio de los denominados “conceptos jurídicos indeterminados”, cuya dilucidación pasa por un análisis jurídico de interpretación, del que se busca identificar una única solución justa apegada al derecho. En cambio, para otros administrativistas, como el también respetadísimo Héctor Escola, la definición concreta o singular de este concepto habilita el uso de facultades de discrecionalidad técnica de la Administración, siempre sujeto a los cánones de la razonabilidad y la proporcionalidad
Sin adentrarnos en un debate de profundidades oceánicas que supera con creces los propósitos de este ensayo, lo cierto es que en todo proceso competitivo de selección la entidad contratante, al formular los pliegos o términos de referencia, —momento en el que toma mayor expresión ese margen de apreciación discrecional del que goza la Administración en la contratación pública— debe procurar la fijación de parámetros de evaluación tanto específicos como generales que, vinculados al objeto y finalidad del contrato en particular, faciliten una verificación lo más objetiva posible de la conveniencia de la oferta adjudicataria.
En ese tenor, dependiendo de lo que se busque contratar, algunos criterios pueden tomar mayor relevancia que otros. Por ejemplo, conforme el numeral 2 del artículo 43 de la Ley 340- 06, para aquellos servicios de consultoría que son de naturaleza excepcionalmente compleja, altamente especializados o exigen innovación, la adjudicación se basa exclusivamente en la idoneidad del proponente y en la calidad de su propuesta técnica y pasará a la negociación ulterior del precio con quien mejor haya acreditado estos requisitos. Por otro lado, cuando estamos frente a la adquisición de bienes o servicios de características comunes, inicialmente el precio siempre será el factor determinante.
Ahora bien, ya sea por aplicación de un criterio u otro, muchas veces se da el caso de que en un concurso se reciben propuestas que exceden las expectativas de eficiencia establecidas en el pliego o en los términos de referencia y que contienen elementos que, a partir de un juicio preliminar, reflejan la presumible imposibilidad del cumplimiento de lo contratado o un sacrificio económico absurdo por parte del postulante que vulnera- ría la competencia leal y levanta dudas sobre la procedencia legítima de su capital.
Esto es lo que la legislación, jurisprudencia y doctrina comparadas llaman “presunción de anormalidad o desproporción de las ofertas”. También, en un enfoque más dirigido a los precios, se le suele denominar como “bajas temerarias”. Siendo la conveniencia de una oferta la meta de toda adjudicación eficiente, cabría suponer que aquella que sea la más económica o la de costes más reducidos o la de menor tiempo de entrega siempre deberá ser calificada como la “oferta más conveniente”.
No obstante, la Administración como entidad de contratación para finalidades públicas está llamada a perseguir siempre el aseguramiento eficaz de la prestación que requiere, así como a un buen uso de los fondos asignados, y, en mayor medida que los entes contratantes privados, a respetar las reglas del proceso democrático de selección en las que la transparencia, la competencia sana y la juridicidad son requisitos básicos.
Por tanto, cuando una propuesta genere sospechas de temeridad por presumible inviabilidad ejecutoria o de simulación en sus pretensiones económicas, la entidad contratante debe asumirla como anormal o desproporcionada y, en consecuencia, requerir a su postulante el aporte de la documentación que sustente la capacidad de llevarla a cabo bajo sus términos originales.
Ciertamente, en respeto a las cláusulas del debido proceso administrativo, la oferta que se presume “anormal” o “desproporcionada” no puede ser descartada de manera automática o arbitraria, sino que la entidad contratante ha de dar el formal trámite de audiencia a su proponente a fin de avalar su potencial factibilidad o, por el contrario, ratificar su presunta irregularidad.
En este sentido, la especialista en contratación pública española María Antonia Narváez Jusdado argumenta que “…para que pueda rechazarse una oferta anormalmente baja, tendrá que existir un informe que considere que no puede aceptarse la misma”. Este procedimiento es una garantía de que las ofertas no se rechacen indeliberadamente, puesto que tampoco se puede permitir que la “presunción de anormalidad o desproporción” obstaculice irreflexivamente la obtención de ofertas de precios bajos o de condiciones idóneas que superen incluso las proyecciones iniciales de los entes licitantes.
En el mismo orden, en torno a este procedimiento el Tribunal Administrativo Central de Recursos Contractuales de España se pronunció del modo siguiente:
…la apreciación de que la oferta tiene valores anormales o desproporcionados no es un fin en sí misma, sino un indicio para establecer que la proposición no puede ser cumplida como consecuencia de ello, y que, por tanto, no debe hacerse la adjudicación a quien la hubiere presentado. De acuerdo con ello, la apreciación de si es posible el cumplimiento de la proposición o no, debe ser consecuencia de una valoración de los diferentes elementos que concurren en la oferta y de las características de la propia empresa licitadora, no siendo posible su aplicación automática.
Al efecto, el artículo 149 de la Ley 9/2017, de 8 de noviembre de 2017, de Contratos del Sector Público de España, establece el procedimiento para atender aquellos casos en que el órgano de contratación presume que una oferta resulta inviable por haber sido formulada en términos que la hacen suponer anormal, desproporcionada o temeraria. Este procedimiento parte, en esencia, de la idea de que la mesa de contratación –o en su defecto el órgano de contratación– debe establecer en los pliegos los parámetros objetivos que determinan que una oferta se considere anormal.
A tal fin, el procedimiento se disgrega desde dos vertientes: la primera, cuando el único criterio de adjudicación es el precio, para cuya determinación de anormalidad se establece un umbral por referencia al conjunto de ofertas válidas que se hayan presentado en el concurso. La segunda, cuando coincidan múltiples criterios de adjudicación los pliegos deben prever referencias objetivas en función de la oferta considerada en su conjunto (ver literales a y b del numeral 2 del indicado artículo 149 de la Ley 9/2017).
Agotado el debido trámite de audiencia y analizada –con la asistencia pericial requerida la documentación aportada por el licitante incurso en anormalidad o desproporción, la entidad contratante debe emitir una resolución motivada acogiendo o rechazando dicha oferta, en consideración a la justificación efectuada por el licitador y los informes periciales rendidos. Se rechazan aquellas propuestas que estén basadas en hipótesis o prácticas inadecuadas desde una perspectiva técnica, económica o jurídica.
Por el contrario, si se acogen las justificaciones, y por ende se valida la oferta, la legislación española hace un llamado a las entidades contratantes para que fijen mecanismos de supervisión y seguimiento minuciosos de la ejecución del contrato resultante, de forma tal que se garantice la concreción de su objetivo y que se respeten los elementos de competencia bajo los que fue adjudicado.
Nuestra legislación (ley 340-06) carece de un procedimiento de referencia para la evaluación y determinación de las ofertas anormales o desproporcionadas. Sin embargo, como hemos podido notar en la legislación española citada, se otorga libertad a los órganos y mesas de contratación para que establezcan dichos parámetros en los pliegos de condiciones de sus procesos.
En ese sentido, no resulta atrevido sugerir que mientras se pondera la inclusión de esta figura en una futura modificación de la ley 340-06, la Dirección General de Contrataciones Públicas (DGCP), en su calidad de órgano rector de nuestro sistema, ofrezca pautas generales de determinación que luego sean concretadas a nivel particular por parte de los entes contratantes en sus pliegos o términos de referencia.
De esta manera se protegen las compras y contrataciones locales de la frecuente práctica temeraria y ladina consistente en la presentación de ofertas de variables anormales o desproporcionadas para posteriormente procurar su corrección mediante solicitudes de modificaciones contractuales bajo la figura de los “imprevistos”.
Un punto muy importante a destacar es que, de conformidad con los artículos 102 y 129 de la ley española, los órganos de contratación deben velar porque los precios de los concursos tomen en cuenta las obligaciones relativas a la fiscalidad, protección del medio ambiente, empleo y condiciones laborales. En ausencia presumible de uno de estos elementos puede aplicarse lo dispuesto en el artículo 149 sobre verificación de las ofertas que incluyan valores anormales o desproporcionados.
Dada nuestra práctica profesional, conocemos de muchos procesos de reclamaciones e impugnaciones de adjudicación bajo la legislación local en las que se alega que los adjudicatarios no han contemplado en sus precios —al menos en su justa dimensión— las obligaciones fiscales, la seguridad social o disposiciones sectoriales sobre salarios mínimos. Por tales motivos, sería recomendable valorar la norma comparada y extraer de ella insumos que puedan contribuir a instaurar un sistema de consecuencias administrativas por dicha inobservancia.
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